Moncho's Memories

Wednesday, May 09, 2007

Los inicios 2

Daniel, María, el abuelo,
Pedro,. Teresita, Mercedes y José.
Después de traer esa sembradilla de críos al mundo La abuela Aurora murió, según cálculos de mi madre, a los treinta y tantos. Tal vez por los muchos partos que le toco vivir, por lo deprimente de su existencia, ya que haciendo una simple estimación se deduce que pasó toda su vida embarazada; o tal vez aquejada por algún mal desconocido de esos tiempos. El punto es que mi madre tenía solo 3 años y su hermano menor era solo un bebé de un año y tanto.
Ahí quedó el viejo Godoy con 5 críos y una terrible soledad. Comenzó
entonces la depresión y lo agarró el vino, como decían entonces. De su trabajo en Ferrocarriles como inspector del tren Valdiviano, llegaba ebrio la mayoría de las veces; tomaba a los más pequeños, mi madre y José, el menor, uno en cada rodilla y llorando recitaba la eterna frase que repetía mi madre en mis días de infancia: “Estas son las alitas de mi corazón”, les decía y ahogaba su pena entre lagrimas y sorbos de vino de la chuica que traía consigo cada día. Ahí los peques, Teresita y José, esperaban que se durmiera el papá.... y después salían a jugar a las bolitas y al trompo en el Malón de la esquina, aprovechando la Luz de la puerta del Local de vida bohemia, que abundantemente iluminaba la calle. Así mi madre aprendió a pelear como Hombre, porque el José la defendía.
En ocasiones llegaba durante el día; los niños jugaban en el patio y normalmente estaban encaramados en los árboles que allí habían: una higuera y un peral. Recuerda mi madre que el viejo papá los llamaba...Teresitaaa Josesitoooo, ¿dónde están? Y ellos le tiraban las peras e higos en la cabeza. Él se tomaba su pelada y se preguntaba en voz alta, qué temprano se están cayendo las frutas.... ¡Uy qué maduras que están las peras!. Ambos niños se reían a carcajadas y él jamás los pillaba.... Después mi madre lloraba al entender que el papá jugaba con ellos. Ese dúo se aferró por mucho tiempo y sembró de recuerdos hermosos la existencia de mi madre. Cuando estaban más grandes, se iban al negocio del barrio y pedían a la cuenta del papá, un kilo de queso, una botella de vino y unas cuantas chauchas de pan. De ahí se iban donde el padrino de José, quien poseía botes para alquilar y le robaban un bote para atravesar el río Bio Bio, por que en esos tiempos había que cruzarlo en bote. Se iban al otro lado y no volvían hasta la tarde, después de haber jugado y reído; y por su puesto, haberse bebido la botella de vino y consumido el pan con queso.

Ya en edad de peligro, la pequeña Teresita fue enviada al Internado. Pasó toda su Educación Primaria en el Internado del Colegio La Providencia de Concepción. Ahí recibió la basura religiosa que los católicos metían en la cabeza de las niñas sanas. Era severamente castigada por cualquier acto de irreverencia ante el culto religioso... ni hablar de algún desorden propio de la infancia. Ahí mi a madre le ahogaron la poca confianza en sí misma que pudo le haber quedado después de su precaria y desolada primera infancia. Debió permanecer entre las “niñas” hasta que salió del Internado, cuando recibió la noticia de la muerte de su padre. Siempre se preguntó por qué jamás la pasaron a las Señoritas, si ella era mucho más grande que varias de las que ya habían pasado. Ya tenía “pechugas” y era mayor que todas las niñas... pero seguía estancada en las “niñas”. Se sentía poca cosa... menospreciada y apocada. Despues la vida le daría la respuesta, cuando debío enfrentar en la más pura ignorancia de la época, la llegada de su primera menstruación. Ahí entendió, cuando le dieron por unica respuesta a toda la angustia de verse con el entrepiernas ensangrentado, que ya era una señorita.

La muerte de su padre cumplidos los 16 la llevó de regreso a su casa. Su hermano Pedro, el mayor, quien se había hecho cargo de alguna manera de la casa con un padre en la decadencia del alcohol, vio desmoronarse lo poco y nada que quedaba de esa seudofamilia. Fue entonces cuando escribió una carta desgarradora a la Tía
Florentina. Esa tía solterona que trabajaba en el hospital de otra ciudad y que después de ver su alma partida dos por las palabras de su sobrino, tomó sus maletas, cerró su pieza en el hospital y borró de un zarpaso su vida pasada, para hacerse la madre postiza de una tropa de chiquillos desamparados.



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